A juicio de Amparo
María Amparo Casar
Con la aprobación de la reforma judicial, precedida por el reparto ilegal de los asientos en el Congreso, se ha instaurado un régimen constitucional autoritario en el que los principios de la división y equilibrio de Poderes pasó al basurero de la historia. Junto con ellos terminaron también la posibilidad de vigilar el ejercicio del poder, la rendición de cuentas y la aspiración de defender los derechos fundamentales. Todo quedará en manos del Poder Ejecutivo. De aquí en adelante no queda más que la discrecionalidad y arbitrariedad del poder. Podría argumentarse que éstas ya estaban entre nosotros, pero ahora estarán inscritas en la Constitución. Por extraño que parezca, se legalizó la ilegalidad.
Las supermayorías que nunca pensamos volverían a México regresaron, y podrán ser permanentes si se aprueba la ley electoral enviada al Congreso por el aún Presidente. Esto quiere decir que se podrá cambiar la Constitución a capricho o conveniencia del Ejecutivo y de una sola fuerza política. Junto con el agravante de que esa mayoría también sería dueña del Poder Judicial.
Eventos por los que estamos pasando en México —reformas judicial, electoral, de desaparición de los órganos autónomos, de la Guardia Nacional, de la ampliación de delitos que merecen prisión preventiva— me llevan a reflexionar sobre otro cambio al orden jurídico. Uno que ponga más obstáculos a las reformas constitucionales. Que obligue a negociar, a pensar seriamente en las consecuencias de las propuestas, a evitar que mayorías momentáneas puedan alterar el Estado de derecho democrático para convertirlo en un Estado autocrático en donde la palabra de unos cuantos es la ley.
Modelos hay muchos. Desde aquellos como el italiano, alemán o portugués cuyas constituciones establecen las cláusulas pétreas que impiden cambios a la forma del régimen político hasta la española que introduce candados difíciles de superar si no hay acuerdo entre las fuerzas política y ratificación por el electorado.
En el primer modelo hay una declaración explícita de “una serie de zonas exentas a la acción del poder de reforma”. La reforma judicial de México no habría podido ser aprobada, pues supone un verdadero cambio de régimen político en el que uno de los tres Poderes queda sometido a los otros dos.
En el segundo modelo —España— hay dos tipos de procedimiento de reforma constitucional. El proceso extraordinario que funciona entre otras cosas para las normas referidas a los derechos fundamentales y el ordinario, para el resto de las normas.
El proceso extraordinario nos ocupa porque la reforma judicial recién aprobada vulnera nuestros derechos (el derecho a obtener la tutela efectiva de jueces y tribunales imparciales e independientes y a protegernos de posibles arbitrariedades del Estado), además de alterar la forma de gobierno.
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En este caso, se requieren dos tercios de cada una de las cámaras para la aprobación; lograda esta mayoría, se disuelven las Cortes (Diputados y Senadores) y las nuevas cámaras son responsables de aprobar la iniciativa de reforma; finalmente, la reforma se somete a referéndum para que el proceso concluya.
¿Qué se busca con este cauteloso y empedrado camino? Primero, dar un incentivo a la negociación entre fuerzas políticas. Segundo, evitar los abusos de poder de una mayoría coyuntural. Y, tercero, permitir que los ciudadanos decidan en cuestiones que afectan sus derechos fundamentales.
Son estas tres cosas las que han ocurrido en México con la trascendente y riesgosa reforma judicial y que podrían evitarse con un modelo distinto del proceso de reforma constitucional.
Claro está. Suponiendo la existencia de elecciones con cancha pareja, de un Estado de derecho democrático y de órganos independientes que hagan valer el resultado de las elecciones incluido el reparto legal de los integrantes a las cámaras del Congreso.
Todo esto se está desvaneciendo en el país.
Vienen en estos 15 días varias reformas de gran calado y que eliminarán los pocos contrapesos al Ejecutivo que van quedando. Pienso en la desaparición del Inai, que ha hecho todo lo posible por garantizar el derecho a la información y a resguardar los datos personales. Cuando no lo ha logrado ha sido por desacato de un Presidente que ha demostrado que la ley no es la ley. Pienso en la reforma a la Guardia Nacional que, como bien explicó Sergio López Ayllón (Milenio 28-08-24), sienta las bases constitucionales de la militarización. Pienso en lo que, sin reforma de por medio, se hizo con la CNDH que se atreve a decir que no interpone una acción de inconstitucionalidad contra la reforma al Poder Judicial “porque ésta es un triunfo del pueblo y un avance en materia de derechos humanos”. Pienso en la transformación del INE y la merma en su independencia. Pienso en la desaparición de los legisladores de representación proporcional y con ella la disminución de la pluralidad que construimos en tres décadas.
Dado que la presidenta Sheinbaum heredará un poder casi absoluto a lo único que podemos apostar es a la autocontención del poder. O, idealistamente, a la reversión de todas estas reformas que para eso tienen la mayoría calificada.
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