25 de Marzo de 2021
Luego de la reunión que mantuvieron el martes el canciller Marcelo Ebrard y la embajadora Roberta Jacobson, encargada especial del gobierno estadunidense para la frontera, ayer, el presidente Joe Biden decidió ejercer una presión aún mayor y anunció que le encargará todo lo relacionado con el tema migratorio a la vicepresidenta Kamala Harris, quien, poco antes, en una entrevista de televisión, había admitido que ella y el gobierno estaban “decepcionados” por la situación que se vive en la frontera, sobre todo por el hacinamiento de niños que la cruzan sin acompañantes, sin padres y que terminan recluidos en centros de detención.
El tema, terriblemente complejo para México y Estados Unidos, se cruza con variables que obligan a trabajar en soluciones reales a los dos países. Partamos de un punto esencial para entender lo que está sucediendo: al miedo que generaba Donald Trump, con su política persecutoria y antiinmigrante, ha sucedido un presidente Biden, que habla de legalizar a once millones de inmigrantes que viven sin papeles en Estados Unidos, que reivindica a los dreamers y que condena abiertamente las políticas de Trump.
Pero el problema es que, para poder sacar su plan de legalización migratoria, Biden requiere que haya orden en la frontera. Y nada castiga políticamente más a las reformas de Biden que ver imágenes de miles de personas hacinadas en la frontera, que se les niegue la entrada o, en la lógica estadunidense, mucho peor, que se les permita entrar cuando lo quieren hacer a la fuerza o forzando los mecanismos legales. La historia de la invasión que tan bien utilizaron Trump y la cadena Fox cuando comenzaron las caravanas migrantes al inicio del gobierno de López Obrador (cuando éste prometió abrir las fronteras), devino en la más estricta norma migratoria en décadas y obligó a México a cambiar sus propias estrategias, a dar un giro de 180 grados y tratar de cerrar la frontera sur lo más posible utilizando buena parte de los efectivos de la recién creada Guardia Nacional.
No fue sólo una imposición de Trump, controlar nuestra frontera es una exigencia de nuestra propia seguridad nacional y en su momento así se le hizo ver al presidente López Obrador. Es verdad que nunca hemos tenido un verdadero control de nuestra frontera sur, pero precisamente por eso es que hacerlo se transforma en una exigencia: en un mundo con tantos desafíos como los actuales, desde sanitarios hasta de terrorismo internacional, no se puede tener fronteras abiertas.
El problema es cómo lograrlo. Hemos estado muchas veces en la frontera sur, desde Quintana Roo hasta Chiapas, y la porosidad de la misma es evidente. Operativos como los que se realizan en toda la zona de Ciudad Hidalgo, en la frontera chiapaneca, son mucho más difíciles de realizar, por ejemplo, en la selva Lacandona. Sin duda, se deben hacer esfuerzos muy concretos, y que van en contra de muchos discursos políticamente correctos, para garantizar la seguridad en la frontera y establecer una estrategia común con Estados Unidos en ese tema.
Pero al respecto se tendría que volver a considerar algo que estuvo sobre la mesa durante años y que, una y otra vez, fue desechado y que ahora, paradójicamente, tiene muchas más posibilidades de concretarse que en el pasado. En realidad, el control de la frontera sur tendría que establecerse en el istmo de Tehuantepec, en la zona más angosta de nuestro territorio y donde las condiciones naturales permiten hacerlo. La construcción del corredor transístmico, que estuvo planteado durante décadas, debe ser considerado una suerte de frontera natural, que permite controles más estrictos, y debe ser construido pensando, por supuesto, en las comunicaciones, el comercio y las áreas productivas, pero también como una instalación de seguridad nacional.
Se argumentará que eso dejará a estados como Chiapas con una enorme presión migratoria. En realidad no será mucho mayor que la actual, de por sí altísima, pero esta estrategia tendría que ir acompañada de un verdadero plan Marshall para Chiapas y toda la zona sur del país, que tenga una lógica transexenal.
Hoy, no tenemos una estrategia migratoria ni fronteriza integral acorde a los desafíos que se presentan. Ha habido avances en el control de aduanas y puertos, tenemos desde años atrás un muy eficiente sistema de control aeronáutico y de pasajeros, pero el punto débil de la frontera sur no se podrá subsanar con discursos.
Las diferencias son muy grandes entre una Centroamérica que vive en la crisis perpetua y Estados Unidos, y la tentación de cruzar como sea México (donde también las condiciones son mejores que en los países de origen) para alcanzar la Unión Americana: una comparación sencilla, mientras Estados Unidos tendrá a toda su población adulta vacunada contra el covid a más tardar en un par de meses, Honduras no ha recibido, al día de hoy, una sola dosis de alguna vacuna, de cualquiera de ellas.
Un plan de desarrollo que abarque las naciones de Centroamérica, sobre todo Honduras, Guatemala y El Salvador (y, por supuesto, todo el sur de México) es imprescindible, pero el hecho es que la debilidad institucional de esos países lo dificulta y, por eso mismo, la política de control fronterizo debe ser más integral, más completa y con una visión estratégica. Será complicadísimo, pero tenemos los instrumentos necesarios como para hacerlo.