Tenía un vecino que, para buscar aprobación a sus notorias tropelías en el barrio, se escudaba en algunas frases altisonantes; que, usadas por él, se convertían en verdaderas blasfemias. Mi madre solía decirle: «deja esa frase tranquila, que en tu boca se vuelve prostituta».

Es notable el parecido de aquella situación pueblerina con la utilización que ahora dan los dueños del poder a «los derechos humanos»; resulta que un término que engloba cosas tan sagradas para la humanidad, se ha convertido de buenas a primeras en excusa para dividir, agredir, asfixiar y hasta para asesinar. Dramática paradoja que conduce a una obligatoria separación de las dos partes del concepto.

Primero los «derechos» y aquí se comienza a enfermar el «ojo de la yegua» como se dice en mi tierra, porque se supone que deben ser los mismos para todos, es decir, que el presidente de Burundi tendría la misma potestad que el de Estados Unidos, y todo parece indicar que no es así.

Siguiendo el análisis, entonces los niños que se mueren de sed en África deberían salir en la prensa con similar magnitud que los que mueren durante un tiroteo en la Florida, pero tampoco es así; los apaleados, reprimidos y asesinados por la dictadura de Pinochet en Chile o el apartheid en la Sudáfrica racista, debieron de contar con la solidaridad y respaldo por parte de Europa y Estados Unidos, al mismo nivel que lo reciben hoy los que provocan disturbios en Venezuela o Nicaragua y como vemos, eso no ha pasado.

En ese mismo sentido, Argentina habría tenido el derecho de contar con el apoyo de los yanquis en su guerra por las Malvinas, pero todos sabemos que los norteamericanos se unieron a los ingleses. Cuba habría tenido similar derecho que el gobierno de EE. UU. después del 11 de septiembre, para juzgar a los asesinos que pusieron una bomba en un avión civil cubano y vivieron como Carmelina en Miami, lo cual evidentemente no ocurrió.

Después viene la parte de los «humanos» y aquí otra vez se arma lo inexplicable, pues resulta que: dos manitos, dos piecitos, la misma cantidad de deditos y una cabeza con diseño coincidente, conducen a pensar que todos los niños son iguales, pero sucede que unos se mueren de hambre y otros de obesidad. Unos tienen vacunas y otros no, unos duermen en las calles y otros en cuna de oro, unos no tienen escuelas y otros sí.

Y cuando crecen los humanos en vez de mejorar la cosa se les complica otro poco y si les toca vivir al sur del planeta allí mismo les afincan la etiqueta de subdesarrollado, indio, negro, delincuente, marginal o perezoso, les bajan la categoría y dejan de tener interés mediático para convertirse en daño colateral.