20 de Abril de 2018

A diferencia de las anglosajonas y las culturas latinas de Europa, la de los hispanoparlantes de América carece de una tradición y de una vocación por la cultura verbal. Lo nuestro es la grafía o tal vez ese antecedente del meme que es una mezcla del vulgar chascarrillo con el grafiti: “éste es el pájaro inglés, míralo con disimulo, quítale el pico y los pies…”

Lo nuestro es eso, la expresión gráfica, concisa y simple. Somos la cultura de la familia Burrón y la cuna del muralismo moderno mundial. La retórica no cabe en nuestra inclinación cultural. Los tribunos de Roma fueron tal vez la ilusión de Lerdo de Tejada o Guillermo Prieto, Vasconcelos o el mismísimo Juárez, pero nunca fenómeno cotidiano de la vida política. En los tiempos más recientes pocos son los políticos mexicanos que han sabido usar del verbo con elegancia y floritura. Vamos, al menos con inteligencia. Pocos podrán equiparar la oratoria de Luis Echeverría con la elocuencia de Adolfo López Mateos. De los políticos que les siguieron mejor ni hablar. La sintaxis no es lo suyo. Vamos, con reciente frecuencia ni siquiera la prosodia.

Se asume que el diccionario de la Real Academia Española tiene setenta mil vocablos. El número es discutible porque no todos los americanismos han sido bien acogidos por el mamotreto. Su equivalente inglés, el diccionario Oxford, debe tener 350 mil voces. Desde luego que no todos los que hablamos y escribimos castellano conocemos y usamos el arsenal que nos proporciona nuestra lengua. Los que hablan inglés no utilizan más de cinco mil palabras en su vida. Si leyeran al Shakespeare tendrían que acudir al diccionario. Seguramente, los políticos que usan cualquier de las dos lenguas quedan muy por debajo del promedio que resulte.

Es patético que Vicente Fox Quesada aparezca hoy en televisión haciendo comentarios políticos con su locuacidad dudosa. Fue precisamente este señor el que, siendo Presidente de la República y ante su incapacidad de comunicación hablada, tuvo que alquilar los servicios de un funcionario cuya tarea era explicarnos “lo que el Presidente quiso decir…”.

El fenómeno Fox se está repitiendo con López Obrador. Indudablemente que su dominio de la palabra hablada —o de la escrita— es paupérrima. Sus recursos oratorios se reducen a la bravata, la descalificación y el vituperio. Su afirmación rotunda de que los expresidentes reciben una pensión de cinco millones de pesos al mes es una muestra clara de ello: no todos reciben el beneficio de esa pensión y en la suma arbitrariamente inventada se suman los sueldos de los miembros del Estado Mayor Presidencial ocupados en su seguridad y otro personal auxiliar. Ese dinero no va a los bolsillos de los expresidentes.

Pero el método de comunicación se repite y, en consecuencia, el aparato político que rodea a Andrés Manuel necesita un sistema de contrapesos.

El candidato de Morena puede lanzar la frase de que Carlos Slim fue enviado por Enrique Peña y/o Slim a atacarlo; puede repetir que su primera acción como presidente del país será cancelar la edificación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, cosa que no puede; puede afirmar que congelará los precios de los combustibles como si fuese el sultán de Bahréin, el jeque de Arabia Saudita o el presidente de la Exxon.

De ahí surge la necesidad de los contrapesos. Tatiana Clouthier, Alfonso Romo o cualquier otro de los traductores del Mesías tienen que traducir la palabra del Señor: lo que Andrés Manuel quiso decir… Lo que AMLO quiso decir es que sí habrá una mesa de discusión sobre el aeropuerto, pero no ahora, cuando el resultado de esa mesa sin duda le iba a privar del respaldo de votos acríticos, sino una vez que haya tomado posición. Y así por el estilo. Lo que Andrés Manuelquiso decir.