El 2 de septiembre pasado, la señora Denise Dresser publicó un artículo en Proceso donde abordaba, de forma brillante, el tema de los derechos reproductivos de la mujer (“Nuestros derechos alienables”). Un texto magistral, en el que expone la terrible situación que sufren aquellas personas cuyos derechos están sujetos al reconocimiento de quienes opinan desde la ignorancia, la desesperación de quienes son discriminados por generalizaciones, el daño que provoca la desinformación en temas que afectan a un sector de la población que no está en condiciones de defenderse.

 

Por eso no deja de llamar la atención que, menos de un mes después, haya sacado a la luz un texto en Reforma —“Presidente perdido”, del 28 de septiembre— en el que compara a Enrique Peña con el concepto que ella tiene sobre el autismo, que no con lo que en realidad son los trastornos del espectro autista y que muy poco tienen que ver con el término que la señora Dresser, una vez más, utiliza para proferir insultos a los destinatarios de sus escritos.

 

Una vez más, sí, porque no es la primera vez que ocurre y, sobre todo, no es la primera vez que sabe lo inadecuado y ofensivo de la comparación, aun cuando se haya disculpado en un escueto mensaje de Twitter. Sabía que ofendía, desde que en 2012 escribió aquel texto sobre autismo e Iglesia, o cuando escribió sobre autismo y la Suprema Corte: en ambas ocasiones médicos y padres de familia le hicieron llegar correos electrónicos, y comentarios en sus columnas —aún disponibles en internet—, en los que le explicaban con toda amabilidad las características del trastorno, así como los prejuicios que se siguen generando cuando una persona con su audiencia y respetabilidad lo utiliza con la intención expresa de proferir el máximo insulto a sus rivales. La señora Dresser decidió seguirlo haciendo, aun a sabiendas de que sus palabras fortalecen un prejuicio y propician la discriminación de un sector de la población que no está en condiciones de defenderse: justo lo que menos de treinta días antes acusaba, de otro grupo, con una retórica impecable. Y no le importó utilizarlo, con la sevicia de quien acuchilla un toro para el deleite de los espectadores, de la tribuna, de sus lectores. Utilizarlo una y otra vez, aun sabiendo que hería y desinformaba: lo importante era acusar, adjetivar, llenar de escarnio a los destinatarios de sus escritos. El fin justifica los medios, aun cuando se lleve entre las patas a quienes cree que no pueden defenderse.

 

Las palabras ofenden cuando se utilizan sin cuidado: sería poco elegante, por ejemplo, llamar “menopáusica” a una señora simplemente por el hecho de haber llegado al climaterio, sea éste un hecho evidente o no. La palabra, en sí misma, como descripción puede ser atinada, pero como adjetivo entraña un prejuicio tremendo y sumamente ofensivo. En este sentido, la palabra “autista”, como es utilizada frecuentemente por la señora Dresser, puede cumplir con la función inicial de insultar a su destinatario pero ensucia la pluma de quien no necesitaría del esperpento para comunicar sus ideas: es increíble pensar que quien tiene tan claros los derechos de un grupo —y la discriminación a que son sujeto por la existencia de un prejuicio— no sea capaz de entenderlos en otro. A menos, tal vez, de que “los autistas” comenzaran a contratar conferencias.

 

Es necesario dejarlo bien claro: el autismo no es lo que dice la señora Dresser. Millones de personas en todo el mundo lo padecen en cierto grado y tienen una vida normal: la mayor dificultad está, tristemente, en los prejuicios fruto de la ignorancia o, peor aún, en las comparaciones fruto de la ruindad.