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UN HALLAZGO SINALOENSE EN VIENA

Una mañana de junio del año de 1931, me encontraba yo a la entrada de un café de la Rigstrasse de Viena, en compañía de unos amigos españoles y un mexicano, comentando la caída de Alfonso XIII. La conversación degeneró en discusión entre un viejo español monarquista y yo. Cuando más acaloradamente hablábamos, noté que a mi lado se había detenido una anciana encorvada y temblorosa en cuyos ojos se reflejaba la sorpresa. Vestía de negro y se apoyaba en un bastón; se acercó y me preguntó en un castellano familiar para mí.

—¿Caballero, es Ud. mexicano?

—Sí, señora— le contesté.

—¿De qué parte de México?

—De Sinaloa.

—¡Me lo figuraba!— dijo la anciana, sonriendo alegremente. ¡Es inconfundible el acento sinaloense!

—¿Es Ud. mexicana? —le pregunté.

—¿Soy austriaca, pero nací en Sinaloa. Me llamo Zelma Zuber.

—Señora, a los pies de Ud. Este joven es mi compatriota, el Sr. Azcona, y estos mis amigos españoles, los señores…

—Encantada de conocerlos— dijo, inclinando levemente la cabeza con aire distinguido. Cuánto me agradaría conversar con Uds., pero mi coche me espera. ¿Serían Uds. Tan amables en venir a mi casa mañana por la tarde?

—Con todo gusto, señora, —respondimos todos.

—Entonces—, dijo, entregándome una tarjeta que extrajo de su bolsa, —los espero. Tengo tanto qué recordar de México!... —Con permiso de Uds. Buenas tardes.

De un viejo coche estacionado junto a la acera bajó el cochero y con toda solicitud y respeto ayudó a la anciana a subir al vehículo.

Al día siguiente, mis amigos españoles se disculparon muy cortésmente conmigo por no poder asistir a la concertada visita, y sólo asistimos mi compatriota y yo.

La residencia de la anciana era modesta; el mobiliario antiguo, las alfombras y cortinas, viejas y desteñidas. Sin embargo había allí huellas de pasadas grandezas: un piano de cola, una consola de mármol y de madera labrada, jarrones chinos de gran valor, óleos antiguos entre los que sobresalía un retrato de Maximiliano y Carlota, objetos de porcelana y orfebrería, etc.

La viejecita nos recibió con grandes muestras de alegría. Nos invitó a sentarnos en unos viejos sillones de rojo terciopelo, e iniciamos con ella una amena charla que poco a poco se convirtió en monólogo, del que mi amigo y yo, admirados ante la prodigiosa memoria de la octogenaria dama, fuimos devotos oyentes:

“Mis padres fueron austriacos, originarios de Salzburgo. Mi padre, ingeniero minero, trabajaba en Marsella en una compañía minera francesa. Cuando esta empresa entró en negociaciones con una compañía mexicana, mi padre fue trasladado a la capital de México, y de allí a Mazatlán, a donde llegó en compañía de mi madre en 1848. En este puerto, vigilaba el ensaye de metales que traían de las minas de El Rosario, Copala y Pánuco, y que se embarcaban con destino a Francia. Yo nací en el mismo año que arribaron mis padres”.

“El negocio, en un principio, no prosperó debido a la guerra de la Intervención Norteamericana, pero una vez terminada, las minas entraron en auge y mi padre llegó a ser el más acaudalado de Sinaloa”.

“Vivíamos en una hermosa residencia situada frente al Paseo de Olas Altas. Entre nuestra servidumbre había una joven de mi misma edad llamada Rosa, por quien yo sentía una gran estimación. Juntas jugábamos; juntas aprendimos a leer, juntas paseábamos en carretela e íbamos a misa a la recién construida iglesia”.

“Cuando llegué a los catorce años me empecé a dar cuenta de la situación política del país. Supe que había dos partidos: el liberal y el conservador; que los franceses habían entrado por Veracruz y que a los partidarios de la intervención les llamaban traidores; que el Presidente Juárez había huido al Norte y que la Junta de Notables ofrecía la corona imperial a Maximiliano de Habsburgo. Mi simpatía estaba con la causa liberal, pero mi padre, súbdito de Francisco José I, se inclinaba por la causa conservadora y aprobaba la elección de Maximiliano, a quien había conocido personalmente aquí en Viena”.

“El tiempo transcurría en medio de la ansiedad general. Yo procuraba no exteriorizar mis ideas liberales por respeto y temor a mi padre”.

“Cierto día, Rosa me hizo una confesión que me llenó de estupor. “Tengo novio, me dijo—. Se llama Jesús Gamboa y es teniente del ejército que opera en esta plaza”. Esta noticia despertó en mí cierto despecho y envidia cuando pensé en que yo también tenía dieciséis años y no había descubierto, hasta entonces, ninguna mirada varonil que se fijase en mi persona. Rosa continuaba haciéndome confidencias y contándome, con lujo de detalles, las conversaciones que tenía con su novio, por las noches, detrás de la tapia del patio. Yo sentía una gran curiosidad por conocerlo”.

“Un domingo, cuando veníamos de misa en nuestro carruaje, vimos en una esquina a un joven militar. “Ese es”, me dijo Rosa, el oído. La cara morena y la ardiente mirada de aquel joven me impresionaron vivamente y desde entonces lo tuve en la imaginación”.

“Las noticias eran cada vez más alarmantes. Se rumoraba que las tropas invasoras se dirigían a Sinaloa por Durango, pero había quien asegurara que atacarían por mar. Recuerdo que el Gobernador del Estado, don Plácido Vega, había salido a San Francisco de California para comprar pertrechos, dejando como Gobernador interino a García Morales. En el mes de marzo de 1864 llegaron a Mazatlán seis ingenieros al mando del Coronel Sánchez Ochoa, quienes procedieron, desde luego, a la construcción de fortificaciones”.

“Rosa lloraba pensando en el destino de su novio. Yo hubiera querido tener derecho a participar de aquella incertidumbre”.

“El ataque no se hizo esperar. Una mañana de Semana Santa hizo su aparición frente al Puerto Viejo una goleta llamada “Cordeliére”. Dos veces atacó el puerto: ese día y el Sábado de Gloria mi padre y yo presenciamos las dos batallas desde el Cerro de Nevería. Había allí muchos curiosos, y entre ellos un hombre extraño: bajo, moreno, de pómulos salientes, mirada penetrante y sonrisa irónica. Vestía un traje verde y raído, y con los brazos cruzados sobre el pecho presenciaba en silencio la maniobra. Nadie sabía quién era”.

“El enemigo fue rechazado las dos veces. Sánchez Ochoa, a caballo, arengaba a los soldados que tiraban desde la playa. La principal de las piezas de artillería era manejada por Jesús Gamboa. Mis ojos estaban fijos en él. Con temerario arrojo cargaban el cañón y disparaban, desafiando las granadas que estallaban a su alrededor. A través de los vidrios de mis gemelos veía su cabeza con largos cabellos flotando al aire. Los proyectiles de Gamboa averiaron seriamente la cubierta de la “Cordeliére” obligándola a retirarse”.

“Me acuerdo del alboroto del pueblo con motivo de ese triunfo. El Gobernador García Morales condecoró a los héroes, entre ellos a Jesús Gamboa. Rosa lloraba de emoción. También yo lloraba. Durante la celebración de este acto, hizo su aparición el hombre misterioso que yo había visto en el Cerro de la Nevería. Pronunció una patriótica arenga que enloqueció a la multitud y en la que ensalzó las virtudes y el valor de un patriota: el entonces proscrito Antonio Rosales, vaticinando la próxima derrota de los franceses por este insigne militar”.

“Después supe que este brillante orador era don Ignacio Ramírez, “El Nigromante”.

“Rosa y Jesús Gamboa continuaron sus relaciones. El héroe fue ascendido y trasladado a Culiacán. Ese mismo año, bajo las órdenes del General Rosales, electo Gobernador, tomó parte en la batalla de San Pedro. Las profecías de “El Nigromante” se cumplieron. Rosales se cubrió de gloria, pero el valiente artillero mazatleco cayó mortalmente herido por las balas francesas. Antes de morir entregó su espada a un compañero, suplicándole la hiciera llegar a Rosa”.

“Meses después, el soldado compañero de Jesús Gamboa se presentó en mi casa y preguntó por Rosa. Cuando le hice saber que Rosa se encontraba en Pánuco, me entregó la espada. Yo, conmovida, la recibí y la guardé para entregársela a mi amiga cuando regresase”.

“Las autoridades civiles y militares empezaron a sospechar de la filiación política de mi padre, y antes de que Rosa volviera tuvimos que huir a México, en donde Maximiliano nos protegió. Me llevé la espada, no sé si por lástima de Rosa o porque también yo quise al heroico artillero. Hice mal, pero mi juventud me impidió comprenderlo”.

“A la caída del Emperador vinimos a Europa. Mis padres murieron poco después. El tiempo pasó. Me casé, tuve hijos y enviudé. He visto derrumbarse tres imperios aparte del de Maximiliano: el francés, el prusiano y el austriaco. Mis hijos, todos varones, murieron en la Guerra Mundial y me dejaron una modesta pensión y esta casa en la que pienso terminar mis días, en medio de recuerdos agradables y tristes como la vida misma, entre los que resaltan mis veinte primeros años transcurridos en México”.

“Ahora que la casualidad me ha deparado la gran alegría de conversar con dos mexicanos, uno de ellos sinaloenses, ¿aceptaría este sinaloense un regalo de esta pobre anciana?”

Conmovido acepté y le expresé mi gratitud. Entonces entró en el aposento contiguo y volvió con una espada vieja y enmohecida que puso en mis manos. “Esta es —me dijo— la espada del artillero mazatleco. Guárdela como una reliquia histórica. Pero cuando vaya a Mazatlán busque a Rosa Barraza, y si aun vive, entréguesela en mi nombre”.

Así se lo prometí y nos despedimos de aquella venerable anciana cuyo viejo y cansado corazón aun amaba a México.

En 1933 llegué a Mazatlán, sin olvidar traer conmigo la histórica espada. Busqué a Rosa y la encontré en el Asilo de Ancianos. Era una viejecita inválida, de mirada triste y trencitas blancas. Fui presentada a ella y le dije que iba de parte de Zelma Zuber. Me contestó que no la conocía; pero cuando le hice el relato de la viejecita austriaca con respecto a lo acontecido en Mazatlán en la época de la Intervención Francesa, una dulce sonrisa fue dibujándose en sus marchitos labios, mientras inclinaba la cabeza en señal de aprobación. Le entregué la espada. Emocionada, la contempló. Dos lágrimas se desprendieron de sus apagadas pupilas.

Cuando salí del Asilo me dirigí a la playa del Puerto Viejo, y en la parte posterior de un derruido fortín contemplé el viejo cañón de Jesús Gamboa, apuntando altivo hacia el horizonte marino, que en ese instante se envolvía en el fuego de un crepúsculo de agosto.

Regresé a México y no he vuelto a Mazatlán. Ignoro el fin que tuvo la espada de aquel valiente, pero lo más seguro es que descanse junto a los huesos de Rosa, bajo mi querida tierra sinaloense.

Ramírez de González, Margarita. “Un hallazgo sinaloense en Viena”, en Los primeros juegos florales de Guasave, Sin. México, 1947, pp. 21-27