Jueves, Abril 25, 2024
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El hombre más noble del mundo

 

La tarde antes, con la voz muy ronca, me habías contado que fuiste tornero, que te gustaba hacer piezas de hierro para camiones, y yo te había dicho que no sabía qué diablos era un torno. Te sorprendió y empezaste a reírte. Me dijiste que cómo era posible, que todo el mundo sabe qué es un torno. Y yo lo sé. Pero me dio por eso. Siempre ha sido divertido molestarte. Hacerte reír. Así que yo te dije que si sabías lo que es una anáfora y me preguntaste que si yo sabía qué es una condolesa. Te reías con ronquera también y, sin embargo, estabas más fuerte que el café y que un palo. Ahí, con tus espejuelos y tus libros. Con tu bondad.

Estabas acostado en la cama de aquel cuarto de hospital y yo había llegado a las tres de la tarde. Llevábamos más de dos meses sin vernos. La última vez, cuando me habían dicho que tenías que operarte la garganta pero tenías baja la hemoglobina, que te estaban tratando allá en Matanzas, me lancé hasta tu casa sin saber llegar bien y estuve el día entero contigo. Preparaste almuerzo. Me serviste un bistec demasiado grande con mucha ensalada.

Desde que yo era niño me ha gustado comerme tu comida, robarte las papas fritas del plato todavía hirvientes. Verte en la cocina. Sentarnos a la mesa de madera del comedor con un mantel en medio, uno frente al otro, y almorzar hablando de la pelota o de cómo se hacen las empanadas. Me gustaba verte azorar al gato cuando se sentaba junto a la silla a pedirte comida. Un gato gordo y grande y más comelón que tú. También amaba que te sentaras en tu silla cómoda a mirar novelas y verte rascarte la espalda con aquella mano larga de madera que tenías en la silla de al lado, con el vaso del café, los cigarros y el periódico. Me gustaba sentarme en el sillón y ver aquellas novelas colombianas, quitarte los cigarros y decirte que qué novelas más malas veías, y que me respondieras que qué música más pesada yo escucho, que los boleros son mucho más lindos, y que a la media hora ya dijeras que si quería que hicieras merienda.

Pero yo no iba a verte muy seguido. Cuando era niño, tenía que esperar a que alguien me llevara hasta Matanzas, y ya de grande me daba pereza. Sabía que me querías, tú sabías que yo a ti más, y yo me hacía la idea de que con eso basta.

Así que aquella tarde, en el hospital, me puse a registrarte las novelas que te estabas leyendo. Esas novelas de factura rápida que nadie sabe bien quién las escribe. Te dije que te leyeras a Hemingway. Me dijiste que Hemingway no escribía novelas de misterio, que te dejara en paz, y nos pusimos a llenar crucigramas, porque tú siempre has sido de guardar las Bohemias para hacerlos. Y me enseñaste. Luego me contaste de aquel tiro que te diste en la pierna mientras estabas pasando el Servicio, en los 60. Estabas bobeando. Escuchaste un ruido, saliste corriendo, tropezaste con un palo en el suelo y se te escapó el disparo de la AKM. Te agujereó la pierna. Tenías las marcas de las hendiduras y me las enseñaste como un trofeo. También me dijiste que si iba a escribir de eso en el periódico y yo te dije que no. Yo, que soy tonto, de verdad me creía que ya basta con saber que te quiero y que me quieres. A ti te hacía ilusión que yo dijera en el Granma que mi abuelo, en el Servicio, se había disparado por accidente, que había sido tornero y taxista y que era el hombre más noble del mundo. Comelón no. Ya eso era cosa tuya. Tu barriga también era un trofeo.

La tarde antes, cuando oscurecía, te di un beso y me fui del hospital con una confianza extrema en que ni el cáncer, ni ninguna operación riesgosa, iba a poder contigo. El día después te habían operado. Estuve toda la tarde con la familia esperándote afuera, creyendo en ti. A las ocho de la noche, dijeron que te habías complicado, que te descompensaste, pero estabas superándolo bien. Fuimos a verte, a través del cristal. Estabas dormido y respirabas fuerte, con el cuello vendado, la sonda y el oxígeno y las máquinas. Yo tenía confianza en que estabas bien, pero a las tres a.m. sonó el teléfono y todos corrimos, y la última vez que vi tu cuerpo estabas inerte en aquella camilla en la funeraria y te aguanté los brazos porque alguien tenía que vestirte, y yo tenía que ser todo lo fuerte que tú habías sido.

Mi prima me dijo que, antes de entrar al quirófano, dijiste: «Dile al bobo del torno que yo lo quiero mucho».

Pero yo estaba trabajando, abuelo. Y no pude decirte que yo también te quiero mucho, asere. Y que por fin estás en el periódico, aunque no te puedas ver.