El autor de este texto recuerda la entrevista que realizó al exlíder estudiantil hace 39 años

13/08/2017 05:05  FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI / ESPECIAL

 
 

Columnista de Excélsior. Marcelino Perelló murió el pasado 5 de agosto en la Ciudad de México. Foto: Mateo Reyes/Archivo

CIUDAD DE MÉXICO.

Marcelino Perelló Valls y yo teníamos la misma edad. Ambos nacimos en 1944. Él, en agosto, el 27; yo, en octubre, el 10. Fuera de eso tuvimos bien poco en común. Ni siquiera nuestra experiencia en el fatídico 1968. Él era entonces estudiante universitario, representante de la facultad de Ciencias de la UNAM ante el Consejo Nacional de Huelga, uno de los líderes más destacados del movimiento. Yo, apenas reportero en ciernes, colaborador de la revista Gente, más ocupado por aquellos días en asuntos periodísticos electorales que en el conflicto que sacudía a la capital. Y paradójicamente, a mí me tocó vivir personalmente, en la terraza del edificio Chihuahua, la pesadilla del 2 de octubre en Tlatelolco; a él, no.

—¿Por qué decidiste no ir al mitin de Tlatelolco? —le pregunté diez años después.

—No decidí no ir, sino que no decidí ir —me contestó muy serio—. No le vi sentido a ir, no había por qué ir. Era un mitin más, donde los oradores estaban ya designados. Además, yo tenía problemas graves de movilización; era fácilmente reconocible, porque tenía que andar en la silla de ruedas.

Nos conocimos en 1978, en Barcelona, donde él vivía exiliado. Viajé como enviado del semanario Proceso para entrevistarlo, luego de una década de silencio sobre su participación destacada en el movimiento estudiantil de 1968, sus relaciones con el gobierno, su escapada del país y su exilio, primero en París, luego en Rumania y finalmente en Cataluña, la tierra de sus padres. Y sobre las acusaciones de algunos de sus excompañeros, que lo señalaron como traidor.

Y es que a diferencia de casi todos los demás líderes, Marcelino no fue apresado durante ni después de la represión ejecutada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, lo cual provocó toda clase de suspicacias. Huyó de México con un pasaporte falso por la frontera de Tijuana a principios de 1969, luego de vivir “a salto de mata”, según me contó. “Si no me quedé en México fue más por miedo a que me dejaran libre que por miedo a que me arrestaran”, dijo.

—¿Cómo explicas el hecho de no haber sido apresado?

—No lo explico, porque yo mismo no lo entiendo. Es una cuestión muy conflictiva para mí, en lo personal. Estoy convencido de que si no me arrestaron fue sencillamente porque no quisieron. Es cierto que sobre todo a partir del 2 de octubre yo anduve a salto de mata, oculto, de casa en casa; pero también es cierto que irremediablemente, con una eficacia que espanta, la policía me ubicaba una y otra vez. Aun en los más inverosímiles escondites: me hallaba la chota, me vigilaba constantemente, me seguía, pero no me apresaba.

Tengo la impresión de que había cierta policía, cierta corporación policiaca interesada en que yo no fuera apresado. ¿Cuál policía? Lo ignoro. ¿Por qué?, también lo ignoro. Tuvieron muchas oportunidades de apresarme y no lo hicieron. ¿Es que esperaban algo de mí? ¿Es que yo, libre, les servía para algo; les estaba haciendo el juego? Para mí, te lo juro, llegó a ser una situación muy jodida, insoportable”.

Nos encontramos en la casa de su hermana Edelmira, en el barrio barcelonés de Sarriá. Una casona de principios del siglo pasado, al lado de los bosques que limitan por el norte a la ciudad: toda Barcelona se divisaba desde la terraza en la que Marcelino inició su relato. Su apariencia física conservaba todavía mucho de la de aquel mocetón catalán de 24 años, capaz de apoderarse en minutos de una asamblea. Tenía ahora, como yo, 34; pero su rostro no los reflejaba, como tampoco reflejaba los padecimientos físicos intensos, inacabables. Rostro fresco el suyo, más juvenil acaso por el cabello recortado y la camisola azul de mangas cortas.

“De acuerdo”, me había dicho escuetamente unos días antes, cuando le llamé desde Roma para concertar la cita. Luego me confió que fue una respuesta irreflexiva y que no tenía claro el porqué había aceptado la entrevista. En realidad fue una larguísima plática, un tanto desordenada, sin prisa pero sin límite, que se inició por la tarde luego de comer en una vieja taberna de la Calle Mayor, y que transcurrió a lo largo de toda la noche  para  terminar sólo cuando nos sorprendió el amanecer catalán.

Marcelino divagaba, hurgando en sus recuerdos. De pronto se detenía para hacer una afirmación contundente. “El movimiento murió por asfixia, por aislamiento: por su incapacidad para involucrar a otros sectores de la población”, dijo por ejemplo. Reconoció que los estudiantes fueron manipulados por sus líderes, “como éstos lo fueron por entes desconocidos”.

Y enfrentó de pronto un tema polémico: “Es una exageración hablar, como se hace, de un movimiento ‘estudiantil y popular’. El nuestro no lo fue nunca. Precisamente la carencia del componente popular fue lo que lo condenó a muerte, como le ocurrió a otros movimientos estudiantiles en el mundo”.

Sin embargo, y lo dijo también con vehemencia, “políticamente el movimiento triunfó. Su gran victoria fue haber quebrado los instrumentos políticos del Estado mexicano, que tuvo que recurrir a la pólvora. El movimiento del 68 se autodisolvió y eso lo salvó: impedimos que fuera institucionalizado, usado. En ese sentido, el acto más revolucionario del movimiento fue su propia autodisolución”.

Más tarde, ya al despedirnos, me dijo a manera de conclusión en la puerta de la casa de Edelmira: “En un momento dado nos encontramos con una gran fuerza en las manos y no supimos qué hacer con ella: fuimos incapaces de vencer. Tres meses después, aprendimos a perder, y perdimos bien”.

La  extensa entrevista se publicó en dos partes, en los números 100 y 101 de Proceso, correspondientes al 30 de septiembre y al 7 de octubre de 1978, justo en la efeméride. Nunca conocí alguna opinión de Perelló Valls sobre el texto, que para mí fue particularmente importante. Alguna vez leí un comentario suyo en el sentido de que esas publicaciones le habían abierto el camino de regreso a México, ocurrido en 1985. No lo sé.

Nunca volvimos a encontrarnos. Diversas circunstancias impidieron que cumpliera mis ganas de verlo de nuevo para platicar de aquella inolvidable velada en Barcelona y conocer su visión sobre ese México para él reencontrado. Más de una vez “compartimos créditos” en programas o documentales sobre el movimiento del 68, como los de Carlos Mendoza o Carlos Bolado, pero nunca coincidimos personalmente. Lo lamento, de veras. Recuerdo a Marcelino como un tipo lúcido y particularmente brillante, espontáneo y locuaz, simpático. Le guardo admiración y afecto.