Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

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El que no se ocupa por el presente tampoco se preocupa por el futuro. La política es el manejo de la complejidad, y del caos entre las relaciones humanas y sus propios intereses: el planteamiento de lo que es posible —y conveniente— en tiempos de aparente incertidumbre. La política es la búsqueda de acuerdos, y la solución conjunta de los problemas que nos atañen a todos: la política es un punto de encuentro entre adversarios, que no la arena ensangrentada en la que se definirán los próximos imperios.

La política es, sobre todo, el espacio de las paradojas. El espacio de los puentes de plata, que se tienden al rival no para que desista, sino para que se incorpore; el espacio de los puntos en común entre los que difieren, y de los hombres y mujeres con la visión de Estado suficiente para sujetar sus propios intereses al bien de la comunidad, incluyendo a quienes difieren de sus propios puntos de vista. El espacio para pensar a futuro, más allá de los resentimientos personales: el espacio, también, para reflexionar en conjunto y plantear proyectos que involucren a los diferentes sectores que componen a la ciudadanía. El espacio de las oportunidades comunes, que no el de las visiones contrapuestas e irreconciliables: el espacio de los que para unos podrán resultar ‘traidores’, pero para el resto serán quienes supieron contribuir al bien común y cuestionar, a tiempo, sus propias convicciones.

El espacio de los puentes de plata, aunque —de entrada— nos resulten casi inconcebibles. El caso de Marcelo Ebrard es un ejemplo paradigmático, no sólo por su relevancia sino por la frecuencia con que —a partir de ahora— habrá de repetirse. Un funcionario incondicional al sistema, que supo demostrar su lealtad ejemplar al presidente —y a sus aliados más cercanos— al tiempo que defendía con fervor sus postulados y atacaba a la oposición a la menor oportunidad posible. Un precandidato que —en su momento— postergó sus propias ideas por mostrar obediencia al tirano que eligió libremente, pero que —al evidenciar la traición de que fue objeto— recibió no sólo la espalda de los propios sino la anticipada invitación para sumarse a las filas de quienes antes lo denostaban con fiereza: el excanciller los despreció a todos, y decidió jugar su propia partida. El régimen lo traicionó, pero la oposición no fue suficiente para su proyecto y ambiciones: el día de hoy se tiene previsto que anunciará el camino que vislumbra para su propio futuro y el de sus seguidores.

Un camino que habrá de seguir por cuenta propia, a pesar de las dificultades que entraña por motivos políticos y personales: el puente de plata tendido por la oposición, en pocas palabras, no fue lo suficientemente atractivo como para que decidiera integrarse a sus filas y abrazar un proyecto inclusivo. La oposición le ofreció todo, pero a cambio no recibió ni las gracias: las dirigencias lo invitaron a sumarse, pero no supieron conciliar sus propios intereses con los de un tercero que tuvieron años para medir y que en otras condiciones hubiera supuesto un apoyo formidable. Los arrepentidos del régimen abundan, pero parecen esperar una opción distinta, más allá de los políticos convencionales: la política es, a final de cuentas, el espacio de las paradojas. Las paradojas, a final de cuentas, terminaron por llegar.

 

El que no se ocupa por el presente tampoco se preocupa por el futuro. La sociedad mexicana es superior a la pueril dicotomía impulsada desde la Presidencia, pero nuestra democracia no está preparada para la gran paradoja que se avecina. El presente del país se descompone, pero el futuro parece cada vez más incierto: en México no sólo hay chairos y fifís, sino una ciudadanía vibrante y preocupada que anhela un futuro distinto al que tenemos. Un futuro que podría resultar en un autoritarismo mayor; un futuro que nos podría llevar a extremos inconcebibles. Al espacio de las paradojas.