La “revolución” de AMLO

La polarización promovida desde la Presidencia deja secuelas. Negar legitimidad al disentir e identificarlo con la corrupción cierra espacios al diálogo y la política.

 

02 de Junio de 2020

Ser buen gobernante no es suficiente, tampoco necesario. Lo que se requiere es encabezar una “transformación radical” para entrar en el selecto grupo de los próceres. Faltan hechos, pero sobra saliva.

El presidente Andrés Manuel López Obrador decretó una “revolución pacífica” y la maquinaria de propaganda la difunde como si fuera indiscutible y no necesitara mayor corroboración que la voluntad manifiesta del mandatario.

El video apologético con fingida espontaneidad realizado por Epigmenio Ibarra en Palacio Nacional es expresión burda y cursi del culto a la personalidad como política de Estado. No es una “entrevista”, es puesta en escena para mostrar a un Presidente sencillo e idealista que desde la sede del poder político reitera su mesiánica misión de redimir al pueblo sojuzgado por fuerzas reaccionarias que se le oponen, usando las mismas frases que repite incansablemente en sus conferencias mañaneras.

Pero la lógica revolucionaria del nuevo régimen no tiene que ver con el cambio de modelo económico ni con el combate a las prácticas corruptas que distinguieron al anterior gobierno, tal y como pregonan.

Las revoluciones victoriosas consiguen que un grupo desplace del poder a otro para nunca soltarlo. Eso es lo que buscan y si hoy no usan las armas para eliminar adversarios, con demagogia los inmoralizan para justificar su atropellamiento político y electoral mediante todos los recursos de la restaurada Presidencia Imperial, incluyendo sus poderes fácticos.

En realidad, la corrupción está intocada y en crecimiento, como lo demostró la Encuesta  Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental 2019, elaborada por el Inegi.

Cada vez son más constantes los escándalos que involucran a funcionarios de primer nivel del gobierno federal y el titular del Ejecutivo reacciona descalificando a los medios que los dan a conocer e insistiendo en establecer, cual dogma de fe, que eso “ya se acabó”. Es su coartada para arremeter todos los días contra la oposición, según la línea que estableció: estás con él o eres corrupto.

Por eso México camina en sentido contrario a los demás países afectados por la emergencia del coronavirus. En lugar de convocar a un acuerdo nacional y establecer políticas anticíclicas, aquí el Presidente insiste en polarizar, canalizar todo apoyo por sus redes clientelares y dejar a su suerte a gran parte de la planta productiva, cuya lealtad no tiene asegurada. Es una estrategia electoral a la que le cae “como anillo al dedo” la pandemia. Se calcula que habrá 12 millones más de pobres, cuya atención a sus apremiantes necesidades con dádivas paliativas podrán reflejarse en las urnas a favor del partido en el gobierno.

La misión se impone a la responsabilidad. El parteaguas decretado con antelación debe cumplirse y nada hará que se desvíe o posponga, ni siquiera el inflamable coctel de agudas crisis —sanitaria, económica y de seguridad— que tienen al país en una situación límite.

López Obrador pretende lograr el lugar privilegiado en la historia nacional que se autoasignó mediante el establecimiento estructural de su hegemonía política. Si el costo es el desastre, no importa, una vez garantizada su permanencia y la de su grupo en el poder, relegando a la oposición a la marginalidad, ya habrá tiempo para preocuparse en resolver los graves problemas que azotan a la población.

Como no hay epopeya sin villanos poderosos, temibles e inescrupulosos al acecho, el oficialismo denuncia alucinantes conspiraciones golpistas por expresiones sociales más moderadas que las que ellos tenían cuando eran opositores.

Ya lo sabemos, AMLO siempre jugará el papel de víctima, aunque sea el mandatario con más poder en un siglo. Al igual que Donald Trump y Jair Bolsonaro, ubica a la prensa libre como su verdadera oposición y, en lugar de refutarla con datos y razones, busca restarle credibilidad mediante infamias.

La polarización promovida desde la presidencia deja secuelas. Negar legitimidad al disentir e identificarlo con la corrupción cierra espacios al diálogo y la política. Haríamos bien en vernos en el espejo estadounidense y sopesar lo que puede pasar cuando el Presidente cultiva el encono.